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004.- Orlando Oliverio Olivo & Las cinco pepitas

Isidoro Guidrobros

Pocos lo conocieron por su verdadero nombre, al arriba rotulado, brilla generosamente el hidalgo de esta historia, repartiendo generosamente prestigio y altruismo. Nacido en un pueblo chiquito llamado Bayauca, partido perteneciente a la ciudad de Lincoln, capital provincial del Carnaval Artesanal, en la provincia de Buenos Aires, Argentina. Atento al dato. Eran 8 hermanos, como el conocido anís. Hombre que supo desplegar sus alas, mucho más allá del horizonte. Años después, su progenitor, don Ulderico Olivo, se aquerenció en una parcela de fértiles tierras en la zona de La Placette, Junín. Tierras cercanas a la Laguna de Gómez. Junto a su numerosa familia, vivían sembrando maíz, trigo, girasol, criando animales de granja y de campo, surtidos. Vivían de la tierra y sus laboreos.

Incansables trabajadores agrícolas. Supo agarrar herramientas desde pequeño y trabajar de sol a sol, llevando el arado tirado a caballo. Y el chico de a pie, aguantando la lanza de corte, junto a sus hermanos más grandes. Garra latinoamericana para sobrellevar tareas penosas. Sostener la cortadera era toda una hazaña. Había que abrir la tierra a mano, aguantando el utensilio que debía trabajar en forma vertical, casi a noventa grados. Tarea extrema.  Un trabajo de esclavo. Forzado y mal pago. Encima, a merced del clima, el éxito, o el fracaso de la siembra. A menudo, para festejar e intentar recrearse, armaban los muchachos, cigarros en chala de maíz, cuando no había dinero para el papel y el tabaco faltaba. Todo se improvisaba para intentar una sonrisa en el medio de la soledad del paisaje.

Entonces, el protagonista, para fortificar el cuerpo, busco entretenerse con peligrosa faena. Le entraba a la doma de potros salvajes con inusitada presteza. Había posibilidades de obtener algunos pesos extras en premios que organizaban festivales de Doma & Canto. Y con paso decidido para allí marchó. A corcovear fuerte entre tientos y pelajes diversos. Destreza gaucha, habilidad pura. Sabiduría india. Arte para sobrevivir en condiciones pobres. Como los olivos que soportan cualquier clima y poca agua. Frío o seco dan lo mismo. Nobleza verde, la mejor alcurnia. Longevidad plena. Aristocracia natural…

Se fue haciendo un jinete interesante. No lo bajaban los potros reservados. Su madre, antes de cada domada, le daba un ramito de olivo bendecido por si las moscas. Y el ramito lo ayudaba siempre. Se agarraba firme de las crines, y se aguantaba sentado en el lomo del bagual, como si fuera una garrapata. Era una chinche, clavada en el cuero del animal.  Brillaba su cabellera rubia al viento. Y en el movimiento brusco que la doma impone, fue encontrando su perfil superador. Se fue haciendo famoso. Entró a ganar tupido. Y a festejar con Vermouth, y aceitunas verdes. Lo raro, se llevaba los carozos para las casas, y con paciencia de orfebre, le tallaba con un buril, en la piel dura de la pepita inerte, tres círculos…

Con los primeros pesos fuertes ganados en el campo de la Doma, los repartió entre sus hermanos y armaron un conjunto folclórico musical, recordados con el nombre Los Olivos. Se lucían en bailes de campo que organizaban los colonos. Llegó después, la consagración radial en la LRS4 Radio Junín AM.

El éxito los sorprendió temprano para lanzarlos por mil sendas polvorientas. Buena vida. Algunos vicios caros, como cigarrillos en marquillas de lujo. Le entraban tupido al humo.  A “El amansador de Bayauca”, no le alcanzaban cuatro paquetes por día, era una chimenea constante) Para mayor impacto publicitario, le cambiaron el nombre al conjunto, pasaron a ser “Los Mimosos de La Placette.”

Y entraron a pecar en gran escala. Ya nadie agarraba un arado. El campo se fue despoblando. Solo los viejos, hacían la quinta para mantenerse tranquilos.  Las hijas casadas, buscaron otros rumbos.  Los hijos mayores, se hicieron artistas, se apartaron del surco.  Se fugaron una tarde con un circo itinerante, del viejo Patagonia. Desaparecieron feo. Tal vez, ya pisen la quinta del ñato…

Quedó solito, “el Amansador de Bayauca”, amansado por sus propias inclinaciones. La botánica, lo tenía medio absorbido. Ya intentaba hacer plantines con los carozos de aceitunas, unos comenzaron a prender. Y los iba trasplantando, en silencio. De cada diez carozos que probaba perforar por la parte redonda, le prendía uno. Pero no quería comprar semillas. Intentaba encontrar la astilla justa de una planta productora de pulpa en proporción de seis a uno. Seis partes de pulpa carnosa de olivo y una parte la del hueso. Repetía en silencio. Para que nadie lo escuchara, ni lo copiara. El llevaba un secreto concreto. Respetar el mandato de su apellido. Una bruja hechicera india, allá por los fondos de la Laguna del Chancho, allá en “El Chanear Antiguo”, le había vaticinado el presagio. Cuidado.  Zona de indios ranqueles. Magia y hechicería con gualichos raros y otras yerbas. Bellas mujeres que tejen redes como las arañas. No envejecen y te atrapan como a moscas. Conservan encantos. Sirenas del desierto. Atento. “Para cambiar la suerte, juegue al verde.” Viaje con cuidado, si no lo encuentra, vaya solo…

Abandone el casino y la ruleta. Y apueste a la pepita verde de Arauco, en lo posible. Los conquistadores españoles las trajeron a estas tierras. Se llevaban el oro y nos daban pepitas verdes… Le repitió la bruja de cabecera del Cacique Pincén. Cosas de Mandinga. Cosas raras pasan en esas tierras…

Como en plegaria, oraba arrodillado sobre la tierra negra, como si estuviese en misa el Orlando Oliverio Olivo. Juntando y observando   los carozos que utilizaba en juegos como “el tinente”, muchos utilizaban piedritas de canto rodado, para alzar y levantar de a una.  El Oliverio, se distinguía con el núcleo central del olivo.  Cinco pepitas, eran como dados para jugar a la generala. Esas cinco tenían la marca grabada de tres redondeles. Era un tesoro bien cuidado. Las lustraba en el movimiento constante. “Las muevo para que no se duerman. Las mantengo vivas”, solía decirle a su madre. Otros, los que no tenían marca, los utilizaba para “porotear”, llevar la cuenta, en el boliche los tantos del truco. (Juego de naipes.)  Y utilizando toda su furia desarrolladora, fue sembrando en una zona seca para tender un monte de futuros olivos.  Arte para sobrevivir en condiciones de extrema pobreza. Porque los olivos, soportan cualquier clima y poca agua. Frío o seco dan lo mismo, tierra negra o arena fina, nobleza bíblica que vinieron para quedarse. Para condimentar la vida. Suelen atacarlos moscas y otros males. Pero son plantas que viven en condiciones normales muchos años. Siglos, tal vez. Generosidad extrema y multiplicación que se produce desde la misma yema, clonando su propia suerte. Enterrando estacadas, se destaca su amplia magnificencia multiplicativa. En cinco años podemos ver los resultados.

Pero una buena cosecha se consigue alrededor de dos décadas. Es para ampliar el futuro. Seguro. Un templo de esperanza natural y verde. Marcaba. Y soñaba una producción a gran escala. Para mis hijos…

Mientras tanto. Las chicas lo asediaban y le pedían autógrafos en las tardes de doma, allá en el Club del Rincón del Carpincho. Se fue haciendo ágil para los mandados. Crecía su figura esbelta. Y comenzó a perder el nombre y a convertirse en leyenda el apodo. “El Amansador de Bayauca”. Era una estrella en el campo de Doma. Un Maradona de los jinetes. Un Messi, un capo grande. Al mismo tiempo que crecía su fama, se lo notaba sumamente alborotado. Las vecinas intentaban aflojarlo a besos. Pero la acción, más que aplacarlo, lo revolucionaba feo. Era un refucilo fulminante. Una tormenta de amoríos sin fin. Una tendencia no recomendada para sus cualidades de domador de potros. El cansancio muscular lo fue debilitando y comenzaron las primeras caídas en las domas. Se subía y se bajaba. No aguantaba más. Casi un eyaculador precoz en la faena que lo había catapultado hacia la fama.  Lo tiraba rápido el caballo salvaje, ya no aguantaba las cabriolas. No podía sostenerse. Se le aflojaban las piernas, y las riendas.

Y caía como una manzana. En la cuarta doma fallida, tuvo un feo revolcón, quedó tendido en la tierra como diez minutos. Tremendo susto. Corrió la gente en su auxilio, lo pudieron levantar del chiripá… Enérgico, cuando logró pararse, tiró al carajo el rebenque, reboleó las bombachas de campo, al campo. Se sacó las espuelas, nazarenas de plata, espuelas brillantes, y se las regaló a su madre, doña Viche. Para que cortara la pasta hecha a mano para los ravioles caseros de los domingos y luciera el sig zag del cierre diferente. Una paquetería fina, a puro campo…

Basta de bota india, bosta, y de vastos con encimeras de cordero. Se acabó la doma. Me van a matar estos matungos de mierda y yo, ya tengo un mandato bíblico para desarrollar, vociferó entusiasmado. Seré un hombre diferente, gritó a los cuatro vientos.  Y como un hombre nuevo, encaró para la ciudad. Cayó en los tiempos de los corsos carnavalescos linqueños, quiso el destino que se cruzaran las miradas con una encantadora señorita, que llevaba como vincha, adornando su renegrida cabellera, una corona formando un enramado de ramitas de olivo. Vecina de la calle Chacabuco. Bella la hija menor de Joaquín Lion, que paseaba muy orondo por el corso, al mando de una jardinera bien pintada.  Y allí, planchó su fama arrugada por las durezas de las caídas. Para plantar una semilla de esperanza en el armado de una familia. Crecerían los Olivos. Basta de corcoveos dañinos.  Vida nueva nos espera con fe y esperanza. Sonreía ilusionado como un chico que espera el 6 de enero, la llegada de los Reyes Magos.

Tiempos difíciles para hacer dinero con simples laboreos. Perseverantes, encararon varias acciones mercantiles. Llegaron los hijos y se multiplicaban las tareas. Criaron pollos, vendieron huevos. Chanchos peludos y pavitas navideñas. Trabajaron liebres para exportar hacia Alemania y Holanda. También, se dedicaron al agro para sembrar.  Ganaron la batalla económica y comenzaron a festejar a lo grande. Asados para 600 comensales. Venían los asadores a las seis de la mañana a emprender la tarea con todos los preparativos bien alistados. Asaban todo tipo de carnes. Sumaban salame, queso, galleta de campo y vino clarete. Gaseosa para los chicos y moscato para el gasolero Pereyra. Como Dios manda. Pero en las mesas, sobraban aceitunas caseras. Atento al dato. Ricas en proteínas comprendieron que toda una ingeniería industrial se podía desarrollar con ayuda de la naturaleza.

Basta de cazar liebre a los tiros. Tres meses de violencia inusitada para parar una plaga brava. Con mejor tino, había que   conquistar el mundo con la ayuda venerable y sagrada del olivo. Y no tuvieron mejor idea, que pegar un llamado a la Universidad Popular de Wilde, para solicitar la presencia del profesor Vicente Arquímides Tadeo. Un experto todo terreno. Reconocido Perito Nacional, hombre capaz de provocar las más insólitas invenciones. Pionero del pleno empleo. Un activador de neuronas mayor. Quien previno la pandemia del Coronavirus Covid 19, mucho antes que el mal, nos lleve puesto como una bufanda. Cuando decidió combatir a los murciélagos del campanario de la Iglesia del Carmen, allá en la calle Montes, de Avellaneda.  Ratones con alas que trasmiten rabias y vaya uno a saber; cuántas enfermedades extrañas, pueden transferir estos chupadores de sangre. Erradicar plagas será una salida laboral, anunciaba antes de la gripe aviar. Siempre un paso adelante el profesor V. A. Tadeo. (Los chinos hacen sopa con bichos y murciélagos propalando el mal, dicen algunas gargantas profundas.)

Tadeo, arribó a la ciudad del carnaval, en pleno corso festivo, acompañado por el aprendiz inédito Isidoro Guidrobros, para realizar los peritajes correspondientes y ubicar un solar para desplegar un monte de olivos. Posteriormente, debían pergeñar un molino aceitero para proveer de óleo natural de primera prensada para consumir. Y si sobraba tiempo armar una escuela de “play boys” para los chicos.

Sonrientes miraban el desfile de carnaval. Cabezudos, carrozas de colores, mascaritas sueltas, autos locos, comparsas varias.  Y atrás, de semejante movida, viajaba sentada en un camello, la reina del Club El Linqueño, sonriente saludando a diestra y siniestra. La bella y optimista paseante, llevaba una corona de olivos sobre su cabellera al viento. Saludó el intendente Aldo Corti con engalanado estilo. Aplausos.

Hubo un cruce de miradas hacia el balcón del incipiente industrial en ascenso. Volaron chispas diversas desde ese balcón. Lleno de visitas, familiares cercanos e invitados de todo rango. Hijos y entenados, fueron tocados por los destellos fulgurosos desatados. Entonces, se produjo un hecho extraño, casi mágico, en ese palco. Un hechizo raro. Hubo que sofrenarlo fuerte al otrora “Amansador de Bayauca”, que al ver pasar a la “Reina”, recordó sus años de niñez y pobreza. Por el espanto de no recibir jamás, la visita de los camellos con los regalos de los Reyes Magos. Y lloraba desde el mirador, el Orlando Oliverio Olivo. “Quiero un juguetito”, nunca lo vi a Melchor, repetía rompiendo con lastimoso llanto oprimiendo su pecho, agudizando la queja.  Se le mezclaban los cables. Ya no era un niño, el hombre, era un cazador de oportunidades comerciales. Un industrial en pleno despliegue. Cosas que alteran. Cosas que pasan.  Y ahora, pasaba el camello de sus penurias frente a su propia nariz. Salgan a parar al jinete. Regálenle una flor.  Ofrézcanle una maceta con una planta de olivo. Le sobra tiempo para verla crecer, es gauchita la moza.  Déjenme subir. Quiero dar una vuelta en ese aserrado lomo. Vociferaba como descontrolado. Había que palenquearlo, taparle los ojos para frenarlo. Se tornó incontrolable. Ante el brote histérico, Intervino enérgica la tía Rosita. Espetándole sin anestesia: “es una niña, viejo verde…” Sentenciando.

¡Yo, quiero el camello, gritó enfurecido…!

Entonces, guiñándole un ojo al profesor Tadeo, le ordenó: siga a la viajera, dele esto. Vaya junto a su ayudante para zafar el mal trago. Salieron disparados como buscapié siguiendo al camello por la avenida Massey, durante cuadras.  Dura tarea. Estéril labor. Ya estaba comprometida la joven reina. Sorprendido, el profesor Tadeo, tocado, no pudo tejer una historia feliz. Le dejó una llamativa carta con una sorpresa. No pudo alcanzarle un pial, ni apadrinarlo como correspondía en esa corrida, el Orlando Oliverio Olivo, al inédito precoz. Cosas que pasan…

Pasaron los años y los recuerdos. Orlando Oliverio Olivos supo domar sus ambiciones verdes. En campo cercano a la ruta 188, a pocas leguas de La Laguna del Chancho, floreció un lindo un monte de olivos. Levantaron un galpón amplio dónde habitan prensas de olivos y tambores de aceitunas para manufacturar y preparar para el consumo tradicional. Artesanía verde. Aceites y aceitunas fraccionan en la planta elaboradora. Las pepitas que juntaba cuando era joven fueron las mejores acciones que pudo lograr ese hombre querido, y tan recordado por el escriba, como lo fue el tío Orlando, y la Tía Rosita.  Ejemplares de una nobleza pura. Que supieron cobijar desde chico, al incipiente escriba permitiéndole volar por diversos terrenos. Olvidando un tiempo después, en la bitácora del profesor Tadeo, un carozo con tres círculos, en acción de evocaciones comparativas, al arreglar un manual de usos y costumbres.

Desde el balcón del recuerdo festejamos la acción de gracia, escribimos para escaparnos del Coronavirus feroz que nos ataca invisiblemente. Causando estragos por todo el mundo.  Una pandemia tremenda, fea que te saca del mundo, sin la calidez de un saludo. De un abrazo fraternal. Te olvida rápido…

En plena cuarentena llamó para saludar un amigo de la zona de La Matanza, Carlos Tronador; no puedo viajar para cortarme el cabello. Quédese tranquilo que no estoy trabajando. Me quedo en casa, escribiendo. El llamante, conocedor de las historias forjadas por el profesor Tadeo, me comentó algo; sobre una misiva extraña. Haga historia, confirme el dato Guidrobros.  Hubo cinco pepitas talladas por el dueño, tres la tienen sus hijos, otra la tenía usted. Falta una. Averigüe. Metimos mano en el asunto. Ubicamos a la Reina de otrora, agradeció el llamado. Emocionada recordó la historia de febrero de 1977. En el envío postal, había una pepita de aceituna brillante con una marca tallada a mano con tres círculos. Dice que aún la conserva. Un fantasma errante me tocó la piel…

Le sugerimos plantarla en una maceta. Si tiene suerte, puede seguir la historia de la pepita verde de Arauco, un olivo viejo que tiene más de cuatro siglos de vida.

Pasan cosas raras en esas tierras…

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